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TEXTOS SOBRE LA OBRA DE PILAR COOMONTE

Catálogo Exposición Monasterio Santa Ana, Avila, año 1994

CARNE ANIMADA DE PILAR COOMONTE

 

     La facultad de sentir el bosque animado es propia de los espíritus mágicos, pero la magia es el principio de la ciencia. Pilar Coomonte, que está inscrita en el censo oficial de las hechiceras, dibuja la etapa primitiva del alma, tal vez el estado original de su encarnación cuando ella era una flor, una iguana, una liana, en el jardín de la inocencia. Una feminidad vegetal, aquella carne que se confunde con una raíz húmeda de la creación, un abrazo germinativo con la naturaleza: he ahí el trabajo de esta gran artista.

 

     La facultad de sentirlo todo vivo y comunicado entre sí, el agua, la tierra, el fuego, es un sentido original que sólo tienen los niños y los magos. No se trata de una religión, sino de una maravillosa experiencia sensitiva. Los magos y los niños pueden hablar con las cosas, sentirse traspasados por ellas. En este caso de Pilar Coomonte el más allá está en el fondo de la selva donde hierven los animales puros como ella y los árboles se hacen ánimas. Pilar Coomonte pinta esta situación primigenia y en este trabajo sólo se ve un abrazo, una especie de danza ritual entre la sangre y la savia. No importa que esos cuerpos parezcan semejantes a una mujer. En realidad las mujeres de Pilar Coomonte son frutos bellísimos, sus animales son espíritus interiores y sus plantas, raíces y hojas. 

 

     Son simples visualizaciones de su alma pura.

 

     Primero está el animismo y luego llega la magia que esconde ya el principio de causalidad donde se engendra la ciencia. Pero Pilar Coomonte no hace ciencia sino el mejor arte. Esta pintora tal vez sólo está interesada en desvelar el gran misterio de la naturaleza, en descubrir un ensalmo para recobrar la armonía y el arte.

 

MANUEL VICENT

EL JARDIN SECRETO DE PILAR COOMONTE

 

     Aquí se reconcilian las estirpes de la mujer y la serpiente.

 

  ¿O quizás acaban de conocerse? Puede que estemos en el Paraíso, espectadores privilegiados, llevados de la mano de Pilar Coomonte a los confines del tiempo. Tiempo de nadie, instante fronterizo entre el Paraíso y el Infierno. En el jardín del Edén acecha la sombra de la trasgresión. Eva ha elegido ya su bando, vuelve la espalda al Cielo donde habida, masculino y tiránico, el Creador, y se impregna en la Tierra, carne y savia, escama y pluma, espina y víscera. Eva intuye el sabor de la pulpa prohibida, del placer y el dolor, del amor y la muerte, nuevos frutos que penden de las ramas del Árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal.

 

   Pilar Coomonte ha capturado, sobre una sutil red tejida por sus sueños, este jardín secreto. Infierno y paraíso son dos miradas sobre el mismo paisaje. Y la mirada dúplice de Pilar condensa ambas visiones y fija el instante misterioso de la transición entre la inocencia y el pecado.

 

   Eva es inocente y sabia, inocente porque no existe la culpa en la Naturaleza. El tigre, la rosa y el volcán pueden ser crueles pero nunca culpables, y Eva es de ese mundo en el que no se han separado aún los tres reinos de lo animal, lo vegetal y lo mineral.

 

   Eva es sabia; pero el zumo de la fruta prohibida, que ha hecho germinar en Adán el gusto por la taxonomía y el análisis, no la afecta de la misma manera. Eva no clasifica, no separa, no sigue percibiendo la armonía del Caos y experimente sin trabas el placer puro y primigenio que sólo pueden gozar los inocentes. No abomina del caos, lo comprende y lo goza. Su saber es intuitivo y hermético; como la pintura de Pilar Coomonte.

 

   ¿Pero, por cierto, donde está Adán? Adán no tiene sitio en este gineceo, protegido de la mirada de Dios y del Hombre por una selva, lujuriante y lujuriosa. Mientras Dios se contempla en el reflejo de Adán, hecho a su imagen y semejanza, y Adán se extasía en la contemplación de su Hacedor, Eva se mira en el espejo que la Muerte, gentil, quizás para hacerse perdonar su temprana intromisión, pone en sus manos.

 

   Asomarme al espejo mágico de Pilar Coomonte, me convierte en “voyeur”, un extraño en el más inquietante y sugerente de los paraísos. Aunque quizás el coto no esté tan vedado al varón como aparenta, un detalle traiciona su clausura; sus pobladoras se pintan las uñas y los labios, se exhiben y se ocultan, para seducirnos y tentarnos con sus disfraces y sus máscaras. Criaturas lejanas e intangibles con las que sólo puede concertarse una cita en el impreciso territorio del sueño donde tampoco existe el pecado ni la culpa.

 

MONCHO ALPUENTE.

Catálogo Exposición Antiguo Monasterio San Juan, Burgos, año 1995

Catálogo Exposición La Casa del Siglo XV, Segovia, año 1994

El sábado inauguró la Exposición en La Casa del Siglo XV que supone el regreso de su obra a España

 

PILAR COOMONTE Y SUS MUJERES PLANTA

 

   La Casa del Siglo XV ha sido el lugar para el retorno a España de los cuadros de Pilar Coomonte. Procedentes de Polonia, Checoslovaquia o Dinamarca, ahora se muestran en la ciudad que la artista escogió para vivir.

 

Segovia. ANGÉLICA TANARRO

       

   La savia corre por las venas de las mujeres de Pilar Coomonte, que se cubren de helechos o son los helechos mismos y no tienen más compañía que un pájaro que se asoma a su misterio.

 

    La Casa del Siglo XV abrió el sábado una exposición que supone el regreso –profesionalmente hablando- de esta pintora a España, ya que desde el año 87 en que mostró sus obras en el País Vasco, éstas habían hecho una gira por diversos países europeos.

 

   Quien conozca la trayectoria de esta artista nacida en Zamora y afincada desde hace tres años en Segovia y quien recuerde sus ilustraciones para el diario “El País”, ya lejanas en el tiempo, comprobará que sigue fiel a sí misma y que la mujer, el color y la vegetación llenan sus cuadros.

 

   Los llenan en el más estricto sentido del término, pues en sus obras no hay ni un resquicio para el vacío, como ponía de relieve en un artículo el desaparecido crítico de arte Santiago Amón, cuando hablaba del terror que Pilar sentía ante un lienzo sin cubrir.

 

Mujer y Literatura

 

   El mundo de Pilar Coomonte es un mundo zúrrela y onírico en el que la mujer –una mujer planta o una mujer agua, según las circustancias- es la reina.

 

  ¿Dónde está Adán? Se pregunta Moncho Alpuente en el catálogo de esta muestra?.

 

   "Adán no tiene sitio en este gineceo, protegido de la mirada de Dios y del Hombre, por una selva lujuriante y lujuriosa”, escribe. 

 

Y ella contesta sin reparo alguno:

 

   “El mundo de los hombres no me interesa. Represento a la mujer porque es  la parte fundamental de la vida”.

 

   No es militante feminista –“sólo milito en la mesa de trabajo”- pero sus carteles han ilustrado campañas a favor de la mujer y sus derechos.

 

     Tinta y lápices de colores son las herramientas que conforman su técnica. La literatura, la fuente que alimenta un mundo que se traduce directamente al cuadro sin intermediar boceto alguno. La acuarela, el relajo que encuentra cuando el estrés ataca.

 

   Lectora incansable, Pilar Coomonte afirma que con el mismo placer lee a Delibes o a Kafka y que Boris Vian le inspiró con “La espuma de los días” su serie de mujeres acuáticas.

 

   Con el mismo placer con el que ilustró “El Quijote” para las editoriales Anaya-Cátedra y la librería Las Américas de Nueva York. Exuberancia sería un término adecuado para definir la obra de esta mujer. Exuberantes, como su conversación, como el torrente de palabras que dirige al interlocutor –sin duda con el fin de que el mensaje sea tan claro como sus cuadros- es la vegetación de esas ventanas por las que nos deja asomar a su particular geografía.

 

   Exuberancia y un colorido a prueba de pinceles tímidos, que no hacen imaginar que el origen de esta pintora se sitúe en la ruda y fría meseta castellana.

 

   Igualmente contundentes son los epígrafes en los que encaja la totalidad de sus cuadros: “Amor, locura y muerte”. Aunque para esta exposición de Segovia afirma que sólo ha traído imágenes pertenecientes al primer apartado”.

 

       Noticias

 

   Una conversación con Pilar Coomonte es un recorrido anárquico y veloz por los más variados temas de conversación.

 

  Difícil rastrear en sus palabras alguna pista sobre su mundo pictórico. Pilar Coomonte debe pensar que éste no necesita mayor comentario y da otro tipo de noticias acerca de ella misma:

 

   Habla por ejemplo de su afición a las plantas medicinales; de su creencia en la reencarnación; de su admiración que siente por su marido, el también pintor Nicolás Gless; de su amor por los animales y en particular por los gatos callejeros a los que alimenta en sus paseos segovianos.

 

  Se sabrá también por qué eligió para vivir una ciudad como Segovia, donde puso un negocio de antigüedades orientales, por buscar algo que estuviera conectado con el mundo del arte.

 

   "Aquí estoy encantada –afirma- pero considero que la cultura está muy mal tratada. No entiendo cómo pueden estar todos los museos cerrados” 

 

   De momento, su exposición estará abierta hasta el 8 de febrero. Después tiene en proyecto mostrar sus cuadros en el centro municipal del barrio londinense de Chelsea.

 

   Los potenciales espectadores de su obra deberán dejar en casa los prejuicios y olvidarse de superficiales conexiones con las que seguramente esta obra no tiene nada que ver.

 

Lunes 17 de Enero de 1994

El realismo mágico de Pilar Coomonte

 

La artista expone en el Siglo XV y prepara viaje a Valladolid

 

     Para el escritor Manuel Vicent, Pilar Coomonte, una artista nacida en Zamora que reside en Segovia, “está inscrita en el censo oficial de las hechiceras y dibuja la etapa primitiva del alma”, lo que hace con toda la fuerza de los colores naturales.

                                                                                                                              A.S.

     La mujer libélula y el camaleón, la mujer devorada por un pájaro o la huella del paraíso forman parte de la colección de dibujos de Pilar Coomonte que cuelga den la Casa del Siglo XV, hasta el día ocho de febrero. Se trata de la serie de dibujos de amor, locura y muerte que Pilar Coomonte  ha paseado por medio mundo y ahora la trae –sólo los del amor- al lugar donde reside, su primera exposición en España desde 1987. 

 

   La locura y la muerte harán un recorrido por varias provincias de Castilla y León, que comenzará en Valladolid, la capital de la Comunidad, alternando con otras muestras en Londres.

 

    “Realismo mágico” es el estilo con el que se autodefine esta mujer que ha realizado desde trabajos de restauración artística en el Casón del Buen Retiro de Madrid hasta la ilustración de El Quijote para varias editoriales.

 

     Un realismo que, a base de “transformaciones alquímicas”, como dice la pintora, parte de los lápices de colores puros, aquellos que el escultor Moro llama de tintanlux, donde la naturaleza (los animales y las plantas) se transforma y se entremezcla con el cuerpo humano, con el hombre y la mujer.

 

    “El hombre y la mujer –afirma Pilar Coomonte- son un enigma y

me atrae mucho el juego entre el cuerpo humano con los pájaros y las flores, lo que es, al fin y al cabo, la naturaleza y la muerte”. Por eso cuando se contempla un dibujo de esta artista se establece una cierta atracción hacia la obra, quizá por su magia envuelta entre llamativos colores y formas.

 

                                            La inspiración

     Puede resultar paradójico que una ciudad como Segovia pueda inspirar a una pintora que trabaja con escenarios y fauna casi tropicales y transforma los cuerpos hasta que alcanzan un grado de personajes míticos.

 

     Lo cierto es que Pilar Coomonte recoge el mensaje visual del cielo segoviano, de la luminosidad de los amaneceres y atardeceres y, en la trastienda, procede a la “transformación alquímica”, donde se recupera las gamas de esas puestas de sol, del dorado al rojo sangre, y los verdes de las plantas…

 

    “Segovia irradia una magia especial y, a través de mi ensueño, transformo y cambio las flores, como un pequeño diente de león o una violeta del campo, por una magnolia o una flor tropical”, matiza.

 

    “Cuando cojo una hoja de papel –añade- empiezo con una línea pero, inmediatamente, siento como una gran necesidad de llenar el espacio que, luego, paso a colorear con lapiceros normales de tonos rojos, verdes o amarillos puros, porque no me gusta mezclar los colores”.

 

     Si hay una cosa clara es que la pintura de Pilar Coomonte no pasa desapercibido, deja poso, como le ha ocurrido al colega Moncho Alpuente, quien la define como el marco de la reconciliación de las estirpes de la mujer y la serpiente y quien, de la mano de la artista, ha entrado en un jardín secreto quizá en el paraíso como un espectador privilegiado convertido en “voyeur”.

 

El Adelantado de Segovia, Miércoles 2 de Febrero de 1994.

A Pilar Coomonte le atrae el juego entre la naturaleza y el cuerpo humano. 

Fotografía .- PEÑALOSA

                                  

 

PILAR COOMONTE

 

 

 

 

 

   Puedo con un dedal dejar el alba

 

Inclinada hacia el olmo siempre 13

 

        La pintura está en a como una boca

 

          Abierta a toda araña cariñosa

 

                 Resucita la mosca en otra oreja a veces

 

 

 

 

       Caligrafía fía de las nubes en la aspada inocencia de los peces

 

Oscuros aliados se humedecen

 

Oh impalpable marfil de tus lechuzas

 

       Monarca es el pincel en la mayúscula serpiente boreal

 

         Olas reflejen entre musgo el cirio

 

                           Nieve sobre tus cuadros tropicales

 

                                               Torrente de violines zamoranos oui 

 

                              En silence llan sourit et le drap glisse

 

 

 

 

 

 

                                                                                       José Miguel Ullán

 

 

ARTE Y ALQUIMIA DE PILAR COOMONTE

 

Santiago Amón

 

   Pilar Coomonte acepta el blanco del papel como una incitación y como un reto. Se le abren de par en par los ojos, ávidos de aventura, y la mano le tiembla de gozo al probar el primer rasgo que ha de proseguir en alas de sí mismo, ondulándose, balanceándose, rizándose… hasta la plena posesión  de la superficie dada en la evidencia, en la clarividencia, de su propia blancura. No habrá resquicio de ese blanco germinal que a salvo quede de su inicial memoria y no habrá trazo, tampoco, que no se sienta partícipe de la forma omnipresente y definitiva. Yendo y viniendo, digo, la forma se hará dueña absoluta de la palma del plano, de la superficie entera.

 

   No, no da Pilar Coomonte tregua o respiro a la palpitación de la blancura subyacente. La plenitud toda del papel se verá paso a paso invadida, absorbida, poseída, engullida por el entramado del dibujo en la forma, sin principio ni fin, del arabesco y por la efusión del color, de los colores, a favor de la llama, la luz, la lumbre, de una hoguera o de una vidriera que se enciende y apaga con medida, ¿Una primera nota distintiva del quehacer de Pilar Coomonte? La incipiente tentación de adueñarse, en toda su desnuda entidad, del blanco del papel y el logro subsiguiente y decisivo de convertirlo en danza y contradanza del rasgo, en flujo y reflujo del color, a manera de radiante tapiz que se despliega en la plena posesión de sí mismo. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

como eso, como "blanco" al que lanzar los "tiros", los impulsos genuinos del arte, para dar ("dar en el blanco") con la forma plenamente invasora e igualmente creadora. Y esta es, justamente, la senda elegida por nuestra pintora. Pilar Coomonte se debate y se recrea en la efusión (“manantial que no cesa”) de su propio ejercicio sin otra orientación que el propio ejercicio sin otro norte que la exigencia misma de lo que va naciendo y naciendo de sí mismo sobre el blanco incipiente del soporte.

 

   La película aquella (“Le Mystère Picasso”) que Clouzot alumbró en torno a inmortal malagueño me resultó reveladora por cuanto que dejaba claro el objeto de una antigua sospecha: Picasso sentía terror ante la blancura del lienzo. Apenas asomado a su tensa desnudez, trazaba, sin demora, un argumento conocido para, en el acto y sobre los rasgos recién impresos, imprimir por vía disociadora los signos de otra figuración. Apenas enfrentado a lo blanco y lo llano del lienzo, le era imperioso resucitar un asunto eventual del acervo o museo de su memoria para luego volcar sobre él las mil disociaciones que vinieran a orientar su expectativa, la viabilidad de la hipótesis, la senda de la exploración, de la aventura, el primer atisbo de lo ignorado y la respuesta última a la llamada original que vino de la vida.

 

   La película de Clouzot nos presentaba al artista en posesión, apenas asomado al lienzo, de una temática tan conocida, tan asiduamente familiar a su pulso o tan fidelísimamente traída del recuerdo, que le faltaba tiempo a la mano para borrar, en un santiamén, la odiosa blancura de la tela. ¿Cuánto duraba sobre ella ese primer argumento dimanado de su memoria, de su saber, de su propio tacto?  Otro santiamén. El ímpetu de la disociación iniciaba al instante todo un proceso de descomposición que abría y abría, dadas de lado las formas y las posibilidades ya probadas, el horizonte de la hipótesis en pos de posibilidades y formas nuevas, esto es, creadas.

 

   Entienda ahora el lector para suerte suya, el proceso creador de Pilar Coomonte; que maestra singular es ella en eso de afrontar el “horror vacui” a través de la segunda vía antes apuntada. Tras serena e intensa contemplación del blanco del papel, dejará Pilar Coomonte  el trazo esmerado de una línea, de una onda, capaz de señalar, ya en ciernes, el norte de su propio designio. De esa línea ondulante y temblorosa (la creación verdadera es como un buen aire lleno de temblores y de ecos) nacerá otra línea y de ella otra y otra, otra y otra…dando paso el primer conjunto de líneas (líneas de fuerza) a un segundo conjunto y a todo un oleaje (de ondas va la cosa) que solo acertarán a contener los límites mismos del enmarcado.

 

   Hablo de las olas del mar y me place hablar igualmente de la proverbial cesta de cerezas; que la obra de Pilar Coomonte, como vengo diciendo, nos remite, una y mil veces, a la vegetación del frondoso jardín o nos lleva, dicho más a la llana, al huerto. Coge uno de una cesta una cereza y con ella se lleva otras cuantas enlazadas en generoso racimo. Intente usted, lector amigo, tomar como punto de orientación o de origen una sola línea del entramado que ella (de la mano de Pilar Coomonte) procura y del que ella misma depende. Apenas elegida, observará como de ella brota todo un ramillete lineal con el acrecido suma y sigue de los colores que en su conjunto viene a definir el plantel entero. Pilar Coomonte planta un esqueje, del que no tardan en aflorar las mil  y una líneas apresando y apresando el color de los colores.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     brazo airoso, la cintura fluvial, los muslos retadores, el suspiro de la nariz, la cascada del cabello, la pujanza de los senos, el tacto de las frescas nalgas en la verde soledad de la pradera. Todo se hace aquí realidad, tacto de proximidad, de inminencia; abierta naturaleza en la anchura de su propio enigma.

 

   Se abre a los ojos la fragancia del jardín sellado en su propio misterio. ¿Hay claves? No las que vienen a revelar el enigma, sino aquellas otras que terminan por cerrarlo como enigma definitivo. La pintura de Pilar Coomonte se conforma, en pleno frenesí del arabesco, como enigma o laberinto cuya clave (pareciendo tan próximas, tan dúctiles al tacto las apariencias) se perdió para siempre. Y en ello no hace otra cosa nuestra artista que seguir, poco menos que al pie de la letra, la atinada sentencia que Heráclito dejó firmada seis siglos antes de nuestra Era: “La naturaleza ama ocultarse”. En este jardín todo parece próximo e incitante, aunque bajo tanta y tanta apariencia de fragancia y gozo desatado asomen los peligros.

 

   Los peligros mismos de que Publio Virgilio Marón daba cuenta a los alegres aventureros por sendas perdidas del bosque oloroso y rumoroso: “Pastores qui legitis flores et humi nascentia fraga, fugite hinc; frigidus anguis latet in herba”. Así cantaba el bucólico poeta latino y así advertía a los encandilados pastores que buscaban flores y fresas en el suelo virgen: “huid de aquí; la fría serpiente se oculta en la hierba”. ¿La serpiente bíblica que tentó a la mujer en el Paraíso Terrenal? No, aquí la serpiente y la mujer responden a un mismo nombre propio: la Naturaleza, con todos sus  atractivos y cálidas invitaciones; con todas sus claves perpetuamente secretas y todos los peligros que se ocultan en la densidad húmeda y profunda de sus vientres.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   La pintura de Pilar Coomonte se ve sistemática y sintomáticamente presidida por la espléndida forma de una  mujer que a los cuatro vientos proclama, aun con todo su adorno, su frescura desnudez sin paliativos; una mujer públicamente anclada en la verde feracidad del bosque, en la densa humedad del jardín. Surge su cuerpo de la tierra que, lavada y lavada en la fuente (“manantial que no cesa”) de su húmeda fertilidad, se aproxima gradualmente al blanco. Luego esa blancura mil veces filtrada en su propia efusión se quema y se quema hasta tornarse negra y brillante como el carbón. Más tarde comienza a arder de nuevo para entrar en el amarillo y llegar al rojo, rojo, rojo del carbunclo, del rubí. Y más tarde todavía, viene a sofocarse en el soplo de un verde esmeralda, para descansar, a la postre, en la azul plenitud de los mares. 

 

   ¿Todo un proceso de alquimia? Nada ajena a él y a ella resulta la actividad de Pilar Coomonte (la pictórica e incluso buena parte de su diaria condición). Sabe muy bien nuestra pintora que la clave del enigma de todos los enigmas, recibe tal nombre no porque los venga a descifrar sino porque  los conforma y los cierra, según quedó ya dicho, como enigmas definitivos. Todo es Naturaleza, nosotros mismos somos Naturaleza. Todo es enigma, nosotros también somos enigma. Dar con la clave no significa otra cosa que tomar conciencia viva de la Naturaleza que somos y del enigma en que vivimos. Sólo el artista, el iluminado, es capaz de mostrar esa clave. Pero no para abrir ninguna puerta sellada o dar paso a una estancia secreta. Sólo para indicar, en forma de lenguaje, que la clave existe y persiste el misterio que tras ella  se oculta.

 

   No, los alquimistas históricos no pretendían, como algunos creen o deducen con patente falsedad, revelar la “clave del enigma” ni llegar, tampoco, al descubrimiento de la “piedra filosofal”. Se limitaban a orientar la mirada hacia el lugar oculto y a seguir el proceso mismo que la Naturaleza mantiene en la producción de sus dones más preciados y preciosos. El alquimista lavaba, con paciente empeño, la tierra hasta tornarla blanca de nieve y quemarla después y concretarla en la dura negritud del carbón y encenderla más tarde en la llama del amarillo, del “citrino”, y lograr, a la postre, la luz de las luces, el fulgor de los fulgores en la faz deslumbrante del rubí. Toda su intención y todos los fulgores en la faz deslumbrante del rubí. Toda su intención y todos sus logros cesaban ahí. El proceso de la creación quedaba punto por punto probado, no siendo otra cosa el rubí por ellos encendido que la representación del que la Naturaleza alumbra en la ensoñación misterios de sí misma.

 

   Blancos, negros, amarillos y rojos son tonalidades descollantes en la pintura de Pilar Coomonte; descollantes y esenciales, que en su referencia a ellos toman consistencia y sentido los demás. ¿Y el proceso elaborador? El paso gradual de uno a otro trae de su mano la apretada corporeidad de ese deslumbrante desnudo de mujer que se tiende en la Naturaleza y se adorna con los más preciados dones de la Naturaleza; ese incitante y tembloroso desnudo por el que vagan rubíes y líneas de carbón, cerezas encendidas y fresas húmedas (sabedoras del deslizarse de la serpiente que acecha el paso de jóvenes pastores alegres y confiados sobre la faz de una tierra amarillenta y movediza); esa serenísima mujer que se sueña a sí misma o se nutre de la ensoñación de sí misma porque ella misma es la Naturaleza al desnudo.

 

   La mujer una y mil veces revelada por Pilar Coomonte en la plenitud del bosque o jardín de la Naturaleza equivale enteramente al carbunclo que acertaban a traer a la luz los viejos alquimistas. Sí, se trata del jardín mismo, de aquel parque en el que crece la rosa de todos los colores y con todas las facetas o caras de un fulgor único, al amparo de la fuente cuyo “manantial jamás cesa”, tal cual lo dejó configurado en el siglo XIII el poeta Jean de Meun: “En esta fuente brilla un carbunclo admirable sobre todas las piedras preciosas. Todo él es redondo y de tres facetas. Y sabed que es tal la virtud de esta piedra que cada faceta vale tanto como las otras dos y que las dos no valen más que la tercera, y nadie puede distinguirlas una de otra. Tan maravilloso es el poder de este carbunclo que aquellos que se acercan a él ven todas las cosas que hay en el parque y las conocen propiamente así como así mismos.”

 

   Abierto a la redonda por proyección absoluta de sí mismo, el jardín que Pilar Coomonte ofrece a nuestra contemplación tiene también una fuente que baña de humedades el suelo y el subsuelo para condensar en verdes y azules el incendio que del blanco y el negro provocaron el amarillo y el rojo. Al lado de esa fuente se destaca de su pulcra desnudez la carne (apretada en su propia “materia”, desde su “matriz”) de una “madre” preñada de dones y ensoñada en sí misma. Tantos son sus aspectos y tantas sus facetas cuantas realidades la circundan.  El  que  en  ella  se  mira reconoce  en verdad   las   cosas  y reconoce,    en    un    golpe    de    gracia,   así   mismo.  "Entre  nosotros  y  la 

   Lo que para tantos y tantos artistas es temor, le resulta a Pilar Coomonte tentación irreprimible. Son muchos los pintores que se asoman al blanco del soporte amparados en la idea de proyecto o boceto para vencer el miedo a la blancura, el terror del vacío (“terror vacui”) y no son pocos los que por principio lo manchan y desvirtúan para salir como sea del lance, del aprieto inicial, que no es sino germen (¡allá, ellos con sus prisa!) del lento, moroso, íntegro y pormenorizado (¡dígalo nuestra pintora!) proceso creador. Sólo entendiendo el blanco del papel o de la tela como reclamo acuciante, como imperiosa tentación, podrá llegar quien a él se asoma a su posesión colmada. Toda ojos, Pilar Coomonte se embebe en el blanco germinal del “soporte” hasta convertirlo en “superficie” que a sí misma se genera a modo de espesa vegetación o floración estrictamente deslumbrante.

 

  Solo hay dos caminos, me creo, rectos y expeditivos para disipar la amenaza del blanco del papel, el terror de su propio vacío. El primero de ellos consiste en trazar un asunto conocido a modo de pretexto, y de su palatina deformación y final destrucción llegar a un asunto desconocido o verdaderamente creado. Tal es la senda que Picasso siguió en sus muchos días febriles de acción devastadora y creadora. La otra vía se basa en el llano aceptar el blanco, blanco, blanco…

   ¿Un esqueje? Aquel mismo de que Rafael Alberti tuvo a bien darnos gozosa noticia. Plantar un esqueje en el haz de una hoja de papel es tanto, si pasión hubo en el acto de la siembra, como asistir al espectáculo de la población y ocupación, encadenada y fértil, de todo el campo, pictórico en este caso. Todo comienza a poblarse. “Una guía sin fin se ramifica y trepa: una palabra tira de la otra, la engarza por el cuello, la que ya engarzó del cuello atrapa a otra de un pie, la del pie ciñe a otra la cintura, esta de la cintura coge a otra de un brazo, la del brazo enhebra en la nariz de otra, esta de la nariz prende a otra de los pelos, la de los pelos baja por las nalgas…y esta otra palabra, en fin, cubre a la que se enreda a todo el esqueleto”.

 

   Donde Alberti dice “palabra” ponga el contemplador “color” y “línea” y hallará en la obra de Pilar Coomonte, sin excluir ninguno de los nombres pronunciados por el poeta, el más fiel de los trasuntos, el más cabal correlato. Una línea tira, en efecto, de la otra y la engarza por el cuello, con la diferencia o distinción de que el cuello en el cuadro de Pilar Coomonte es realmente el de aquella mujer embriagada de naturaleza y enigmáticamente tendida en la faz exuberante de la naturaleza misma. Sigue la línea para engarzar ahora  desde el cuello el pie  de  la  mujer en todo su misterioso encanto... y el 

   Desde el vientre fecundo a la delicia de la piel (sin omitir cuanto de misterio y peligro hay en el recorrido germinal) una figura de mujer se desarrolla de la mano de Pilar Coomonte y resplandece a ojos del espectador. El personaje fundamental en la obra de nuestra artista es esa mujer deslumbrante y enigmática que en la superficie revela la huella de un sueño profundo, o si se quiere, el pulso de la ensoñación de sí misma. Y esa mujer, insisto, es “madre” y “materia” y “matriz”, coincidentes las tres voces en la fibra íntima de una misma raíz etimológica, al tiempo que concluyentes en un significado único: la “madre-naturaleza”, la “materia-naturaleza” y la “matriz-naturaleza” de la que todo sale y a la que todo vuelve.

 

   No, no es el artista –vale decir- el que sueña la naturaleza y convierte la materia en imagen. Es, muy al contrario, la materia la que se sueña a sí misma (o sufre ensoñación de sí misma), cumpliendo al artista trasladar al lienzo o al blanco del papel la densidad, el cuerpo y la apariencia de ese sueño profundo y universal. Las imágenes que han tomado origen en la honda raíz de semejante proceso de ensoñación tendrán condición de “reveladoras”, en tanto quedarán, cuando más, en mero símbolo las nacidas fuera del ensoñar de la materia, de la madre, de la matriz. Un parto prodigioso, lleno de gozos y peligros, que una vez revelado, se configura en el frenesí de líneas, colores y fulgores que rodean de naturaleza a la propia Naturaleza.

Naturaleza, ¡qué digo!, entre nosotros y nosotros mismos –escribe Bergson- se interpone un velo; velo denso y tupido para el común de las gentes, velo tenue y sutil para el artista”. Pilar Coomonte ha alzado el velo que cubría a la hermosa mujer para hacernos conocer en ella la presencia de las cosas y la realidad de nosotros mismos, que también (como subraya Bergson) somos naturaleza. Pilar Coomonte ha alzado el velo tenue y sutil, ha indicado el lugar del enigma, la constancia de su clave, y en ello, justamente en ello, merece nombre de artista.

 

   Todo comenzó cuando, ávidos de aventura, se le abrieron de par en par los ojos ante el blanco del papel. Y sobre él probó ella el gozo y el temblor del primer rasgo que en alas de sí mismo había de proseguir ondulándose, balanceándose, rizándose…hasta la plena posesión de la superficie dada en la clarividencia de su propia blancura. Tras serena e intensa contemplación del blanco del papel, dejó Pilar Coomonte el trazo esmerado de una línea, de una lluvia de líneas en posesión del norte de su propio designio. Y de la lluvia generosa vino el caudal del color: un negro duro, nacido de un blanco germinal, que luego se encendió de amarillos y ardió en rojos…para sofocarse  en  el  húmedo  verde de la pradera y en

el azul de los mares. Y más tarde todavía, amaneció la mujer en el jardín, a ambos lados de la fuente. ¿El nacimiento de Venus? No el de una “madre” que era “materia” y “matriz”, signo del verdadero conocer, clave siempre oculta del enigma, incitación al gozo y prevención del peligro. Y su nombre era Naturaleza. 

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